jueves, 17 de abril de 2008

Papua Occidental (y II)


En el mercado de Wamena, encontramos a las mujeres y a los niños papúes. A ellas tan solo una pequeña faldilla de hojas de palma cubre su desnudez. Como ocurre con casi todos los pueblos y sociedades indígenas las mujeres llevan el peso de la familia y acuden todos los días de los poblados cercanos a vender los magros productos que les dan sus tierras. Como todo mercado que se precie, éste no es sólo el punto de trueque de mercancías, sino que es un lugar de encuentro, donde las mujeres hablan, ríen y sobre todo, fuman. Sí, las mujeres papúes son tanto o más fumadoras que los hombres. Continuamente están encendiendo “puros” de hojas, no importa el tipo de planta de la que proceda, ni que esté seca o verde. Toda hoja es susceptible de ser fumada y disfrutada. Algunas de ellas llevan la cara pintada con barro amarillento en señal de luto y otras tienen algunos de sus dedos amputados como muestra de dolor por la muerte de un ser querido.

Desde aquí se pueden realizar varios trekking con diferente duración. Debido a la complejidad orográfica de la zona y la nula señalización de las rutas es necesario contratar los servicios de un guía y algún porteador que sepan moverse por estos senderos tan inestables y empinados. Yo como tampoco tenía intención de sufrir más de lo necesario para disfrutar de unos paisajes increíbles decidí hacer el más corto, de tres días. Los hay de muchos más días pero están pensados para gente muy aficionada al senderismo o a estudiosos que buscan tribus poco contactadas. Nos esperaban angostos valles con paredes casi infranqueables, profundos cañones y un clima lluvioso y húmedo que supuso una prueba de fuego para la electrónica de nuestras máquina de fotos. Durante los días que pasamos en el valle del río Baliem visitamos varios poblados situados a algunas horas andando de Wamena. Cruzando varios ríos de aguas salvajes, por los aparentemente poco seguros puentes de madera y lianas, llegando a lugares como Tagma o Ibiroma enclavados en el fondo de abruptos valles o en lo alto de frondosas montañas. En estos poblados, de unas pocas chozas con su correspondiente choza-cocina al lado y una casa comunal que hace las veces de escuela e iglesia, la única presencia extraña, aparte de nosotros, eran algunas misioneras protestantes indonesias que hacían las veces de maestras y enfermeras.
Nuestra llegada a los poblados, el más grande de los cuales no sobrepasaría la cincuentena de habitantes, era celebrada con risas y muestras de curiosidad hacía, sobretodo, nuestra piel clara y nuestro pelo, nuestro abundante pelo en lugares tan “extraños” como el pecho o los brazos. Los niños se encargaban del resto. Nos enseñaban los saludos en su idioma y nosotros en el nuestro. Hola (nayak), gracias (ua), amigo (nagalak), adiós (yogo), bonito (anomatok) y el más curioso de todos: los danis cuando desde un alto ven un paisaje espectacular utilizan un onomatopéyico “ooo”, como si de un sonido de asombro se tratara.

Antes de llegar a un poblado nuestros porteadores entonaban unos canticos para advertir de nuestra llegada. Más tarde me enteré de que se trataba de una manera de pedir permiso para poder hacer noche allí. Dormíamos en una de las cabañas que hacía las veces de dispensario, punto de reunión e improvisada pensión de ocasionales visitas. La cena, al contrario que la comida, que se hacía de manera frugal, era abundante en verduras, arroz y unos exquisitos y enormes cangrejos de rio. Curiosamente la cena era preparada por los hombres ya que las mujeres, muy risueñas y nada vergonzosas, al llegar la oscura y fría noche se retiraban junto con los niños. En ocasiones especiales los papúes cocinan cerdo. Nosotros decidimos probar este manjar y así aprender la manera de cocinar tradicional. Primero vimos como encienden el fuego y debía ser muy parecido a como la hacía el hombre de neandertal. En un agujero calientan piedras y después introducen el cerdo previamente vaciado de vísceras y abierto en canal. Lo cubren con las piedras y con hojas de bananero y lo dejan cocer durante unas horas. El resultado es excelente…
A ambos lados de los estrechos senderos, algunos extremadamente cuidados y adornados, que unen los desperdigados poblados, las mujeres papúes intentan sacar el máximo partido a estas abruptas tierras realizando cultivos de batatas y ñame en las empinadas laderas ayudándose, únicamente, por un simple palo excavador llamado “koa”. Por su parte, los hombres antaño practicaban la caza con arco o segem, sobretodo de pájaros para los que tenían flechas especiales o suap, pero hoy en día su masiva caza ha provocado que especies tan llamativas como el Pájaro del Paraíso sólo pueda avistarse en los más inaccesibles valles de remotas regiones. Hoy e
n día se pasan las horas deambulando cortando aquí y allá florecillas que se colocan en el pelo, en la nariz y en la koteka, ya que son muy aficionados a adornarse con flores, no en vano a algunas tribus los llaman los “Hombres Flor”.
También van casi siempre acompañados por sus preciados cerdos. El cerdo es el símbolo de riqueza para estos pueblos. Cuantos más tengas, más rico eres. Por ejemplo, un muchacho que quiera casarse con una joven debe entregar al padre de ésta cuatro cerdos, que suben a ocho si la muchacha cortejada es albina. Para este pueblo, al contrario que pasa en otros lugares, el albinismo es un símbolo de distinción.
Pese a este exuberante e increíble decorado se puede apreciar una terrible realidad no ajena al visitante. Las costumbres y la forma de vida de estos pueblos y, lo que aún es más grave, incluso ellos mismos están desapareciendo poco a poco. Algunos años después de que Holanda cediera parte de la isla a Indonesia a comienzos de la década de los sesenta, el gobierno del dictador Sukarno puso en marcha el programa de “transmigración” hoy felizmente abolido. Este programa, denunciado por numerosas organizaciones de defensa de los pueblos indígenas como Survival International, consistía en enviar gentes, con atrayentes ayudas, de la superpoblada Java a otras islas del país más “atrasadas” para intentar llevar la civilización de la Gran Indonesia a estos pueblos “salvajes”. Desgraciadamente esto supuso la muerte de numerosos indígenas por enfermedades y, lo que es más terrible, sobre todo por la feroz represión del ejército indonesio, llegándose hasta el extremo de obligar a los indígena
s a vestirse bajo pena de graves castigos. A los nuevos colonizadores el gobierno indonesio les ofreció un trozo de tierra de cultivo, lo que ha supuesto, al cabo de varias décadas, la rápida deforestación de la tercera más forestal del planeta y uno de los bosques más antiguos y diversos de la Tierra, así como la erosión del terreno y la muerte de numerosos ríos por los residuos producidos por las masivas explotaciones mineras. Además, los javaneses copan los cargos públicos de mayor responsabilidad y con mejores sueldos, relegando a las papúes a un segundo plano y destinados a ser, como ocurre con casi todos los pueblos indígenas, simple mano de obra barata.
Afortunadamente, y cuando parecía que estos pueblos estaban condenados a una muerte segura, llegó el denostado turismo y las autoridades indonesias vieron que el modo de vida auténtico de estos “salvajes” atraía a turistas de todo el mundo proporcionando una fuerte e importante entrada de divisas. Por una vez parece que el turismo servirá, increíblemente, para salvar las costumbres de estos pueblos.
Otro de los peligros con que tienen que enfrentarse los pueblos indígenas de Papúa Occidental, y contra los que ni siquiera el turismo puede luchar, es la extensión de las actividades mineras y madereras, a las que los papúes se están oponiendo decididamente. Esta oposición ha ocasionado una sangrienta represión por parte del gobierno indonesio, que ha provocado las denuncias de múltiples organizaciones ya que los asesinatos de papúes inocentes se cuentan por miles. Todo empezó hace varias décadas cuando comenzó la explotación los subsuelos ricos en oro y cobre de la montaña Grasberg por la compañía norteamericana Freeport McMoran creando la mayor mina a cielo abierto del mundo y provocando una destrucción del terreno sin parangón en el mundo. Desde entonces los asesinatos de los AmungMe no han cesado. La población local culpa de estas muertes al ejército indonesio y a los guardas de seguridad de la compañía mi
nera. Además, los supuestos beneficios y compensaciones que debían recibir las tribus afectadas o han sido irrisorios o simplemente no se han recibido, lo que ha obligado a la mayoría de la población a emigrar lejos de sus ancestrales tierras cambiando radicalmente su modo de vida ya que muchos de sus ríos han sido contaminados por miles de residuos mineros. Continuamente se están produciendo levantamientos, cada vez más fuertes, lo que ha provocado una fuerte respuesta de las fuerzas de seguridad de la empresa. Estas revueltas son producto, sin duda, del rencor acumulado en las últimas décadas contra los responsables de la misma por la ocupación ilegal y el continuo abuso de los Derechos Humanos a los que se han visto sometidos los indígenas de las zonas afectadas. Para los AmungMe se trata de montañas sagradas.
El gobierno indonesio ha prohibido, en numerosas ocasiones, el acceso de extranjeros en toda la isla como consecuencia de los fuertes disturbios entre los indígenas y el ejército.
En fin, aunque en los alrededores de Wamena se den espectáculos de papúes que enseñan momias de antepasados y representan escenas guerreras para los turistas como si de una película se tratase, basta alejarse unas horas a pie por los diversos valles y montañas para toparse con gentes que viven como vivía el ser humano hace miles de años.


Toda una clase de antropología viva.

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