Sobre la inmensidad azul turquesa del Océano Pacifico, a 3500 kilómetros al oeste de Chile y a más de 2000 kilómetros del archipiélago Pitcairn, en la Polinesia, un pequeño triángulo de tierra de origen volcánico flota sobre las aguas. Es la Isla de Pascua, nuestro destino.
Se considera uno de los lugares más aislados y enigmáticos del planeta, famoso por sus Moais, esculturas hieráticas talladas en la ladera de un volcán y llevadas hasta los altares o Ahu, de sus costas, desde donde miran al interior de la isla, dando la espalda al mar. La isla es conocida como “Te pito o te henua”, que viene a significar "El ombligo del mundo" o también como “Mata ki te rangi”, que se podría traducir como "Ojos que miran al cielo". Hoy en día los isleños la denominan “Rapa-Nui”.
Las 5 horas de vuelo desde Santiago de Chile nos permiten dar un repaso a los datos históricos que envuelven a este interesante lugar. Alrededor del año 400 después de Cristo se sitúa la llegada de sus primeros habitantes. Polinesios de las islas Marquesas navegando en sus canoas o “vakas” arribaron a sus costas procedentes del oeste, desde las actuales islas de la Sociedad.
No sería hasta el año 1722 cuando los primeros europeos pisaron la isla. El holandés Jacob Teggeveen la descubrió para occidente un mes de abril, en domingo de Pascua de Resurrección, dándole el nombre con el que ha llegado a nuestros días. Sería en 1770 cuando España tomaría posesión con Felipe González de Haedo en nombre del rey Carlos III, llamándole San Carlos y trazando el primer mapa de la isla. Fue española hasta 1863. Chile la incorporó a su territorio en 1888, y aunque la historia no ha sido escrita, otro español, Jesús Conte, oscense natural de Abiego por más señas, ha sido uno de los salvadores del Rapanui, la lengua nativa que se remonta en los tiempos y que casi agonizando fue rescatada por él, creando un diccionario etimológico y gramáticas. Gracias a su labor de 15 largos años, el rapanui no sólo se habla, sino que se puede estudiar. Los niños lo hablan hasta llegar a la escuela, donde aprenden español, su segunda lengua. El consejo de ancianos de la isla tiene pendiente dedicarle un homenaje a este gran erudito, fallecido en 2005 en Santiago de Chile, y con una vida tan enigmática como las estatuas que estudiaba. Al final de sus días hablaba y escribía 19 lenguas y se cree que pudo descifrar el conocido como enigma “rongo-rongo”, la primitiva escritura rapanui que sigue siendo un misterio para los investigadores. Tal vez el secretismo sobre los cientos y cientos de apuntes y papeles que dejó en su austera habitación de Hanga-Roa, la capital, se desvelen algún día.
Ya próximos a aterrizar, poco ves en este puntito de color que destaca sobre un mar infinito, pero se adivina una geografía de relieves suaves. Su aeropuerto, el Aeropuerto Internacional Mataveri, es poco más que una larga pista, una minúscula torre y una pequeña terminal que tras sus cristaleras deja adivinar un cielo azul y una vegetación de un verde esmeralda salpicado de colores, como los collares de preciosas flores con los que los lugareños reciben con una cálida bienvenida a los viajeros, bienvenida que entre los paisanos se multiplica con floridas coronas. La única conexión con el mundo es este vuelo que se repite 4 días a la semana, para turistas y autóctonos, con vivieres y materiales necesarios para su subsistencia. Dos veces por semana el vuelo continúa hasta Papetee así que este es una buena escala para llegar a la paradisiaca Polinesia Francesa. Si los vuelos llegan por la noche, el apagón en la isla es seguro, ya que toda la energía va para las pistas. Estos largos cortes de luz son casi diarios y es uno de los problemas más importante a los que se enfrentan los pascuenses ya que el aumento de la población y del turismo, con la creación de hoteles y negocios que ello conlleva, hace que el consumo eléctrico se dispare y que los tres grupos electrógenos, uno de ellos casi siempre estropeado, con los que la isla se abastece de energía eléctrica, no den abasto para todos. Las pérdidas en los negocios y en la calidad de vida se resienten...
No hay muchas posibilidades de equivocarse sobre el camino a seguir en la isla, eso se descubre saliendo del aeropuerto, en el mismo Hanga-Roa, la capital y único núcleo de población. Una agradable brisa nos envuelve, estamos en zona subtropical, en un clima casi perfecto, la carretera que atraviesa la isla nos ofrece un espectáculo fascinante, el mar embravecido a un lado, empujando con fuerza, cubriendo de crestas espumosas enormes piedras de lava, blanco sobre negro. Al otro lado, la vegetación, rodeando pequeñas casitas salpicadas de rojos hibiscos, densa, fuerte, envolvente. Isleños de andares cadenciosos, escasos coches, 2 ó 3 bicis y alguna moto. Caminos de tierra rojizos se dejan vislumbrar a ambos lados, amurallados de verdor, a medida que nos adentramos en la “ciudad”: son sus calles. El conjunto ejerce cierta fascinación.
Tras un reparador descanso decidimos iniciarnos en la gastronomía isleña. Los restaurantes no faltan, considerando que aquí no existe el turismo de masas. Escogemos al azar entre 3 ó 4 recomendados por el personal del hotel donde nos alojamos, y probamos pescado, claro, típico de la isla, por ejemplo el “rape-rape”, parecido a la langosta pero más pequeño y con unas pinzas más anchas, todo aderezado con salsas de coco, naranja y especias. Una delicia. A lo largo de nuestra estancia descubriremos que no importa el restaurante, la carta o el menú, se toma el pescado que ese día traen los pescadores que salen a mar abierto en pequeños botes y que por la tarde están amarrados en una pequeña ensenada rodeada de moais que hace las veces del único puerto de la isla. Sin embargo, su calado es tan escaso que sólo pueden amarrar barcas pequeñas. Por esta razón, casi todo llega a la isla por avión: vehículos, material de construcción, alimentos, etc. y solamente algunos grandes barcos son descargados con la ayuda de otros más pequeños que llevan la mercancía a la costa. Desgraciadamente los habitantes de la isla han visto dificultada la posibilidad de traerse cosas desde el continente ya que hace unos meses abrió en la isla un hotel de superlujo que ha monopolizado la carga de los aviones, sobre todo con alimentos frescos, lo que ha provocado también una fuerte subida de los precios. Hay que recordar que a diferencia de los que ocurre en España con los habitantes de las islas, los isleños pascuenses no tienen ningún tipo de subvención en billetes de avión.
Los Moais
¡Qué impresión!, apenas paseas unos metros los tienes delante. Aquello que hace pocas décadas eran remotos enigmas, hoy esta frente a tus ojos, y tienes que abrirlos y cerrarlos varias veces para sentirlo realidad.
Desde cualquier punto se divisa un paisaje ondulado, infinito, silencioso, verde. El cielo y el mar son los compañeros del viajero, bajo la alargada sombra de las enormes esculturas, algunas muy deterioradas, pero siempre imponentes. En la isla de Pascua el pasado es el presente, estas estatuas siguen poseyendo esta tierra. Cada pocos cientos de metros encontramos moais, de tolva volcánica, la mayoría sobre su respectivo altar de piedras o Ahu, algunos como el de Tongariki, con un moai que mide 14 metros, incluido su Pukao o sombrero de lava rojiza extraída del volcán Puna Pao. El conjunto se completa con 15 moais más sobre una plataforma central de unos 100 metros, al lado del mar, y otros algo más apartados. Las esculturas representan imágenes de medio cuerpo, algunas de ellas con inscripciones, y su rasgo principal son sus largos lóbulos de las orejas, nariz larga, labios finos y mentón prominente. Sólo uno de ellos con ojos, ¡qué impresión! Para la construcción de estos espectaculares esculturas utilizaron como cantera tres volcanes de la isla, principalmente, el Rano Rakaru, con basalto y obsidiana para cortar.
Los Ahu se cree que son enterramientos y existen unos 260 en toda la isla. Están formados por un largo muro, dividido en 3 partes. La central en forma de terraza es donde están colocados los moais que representan los ancestros más importantes de cada linaje. Algunos de estos Ahu tienen forma ovalada asemejando el cascarón de un barco. La zona de los ahu sigue siendo sagrada, y está estrictamente prohibido subirse en él o incluso pisarlo, ¡ojo! al hacer las fotos, se enfadan muchísimo si te ven los lugareños. Aunque estéis solos, por respeto no se debe pisar. Según la historia, delante de estos altares se extendía una plaza donde celebraban sus ceremonias. En torno a ésta se montaban las casas colectivas, de planta oval, con muros de piedra cubiertos de madera y hierba, otras en cambio se cubrían con losas de piedra, como en la sagrada aldea de Orongo, en el que se cree último centro de culto de la isla. En la actualidad se puede visitar una reconstrucción de esta aldea ceremonial, sobre el cono del volcán Rano Kau, de 400 metros de altura, junto a petroglifos que simbolizan el culto al hombre pájaro. La tradición cuenta que era un ciclo anual de ceremonias, culminado con la elección del “Tangata-Maru”, el nuevo rey por un año. La finalidad del ritual era obtener el primer huevo del manutara, una gaviota de la isla, para ello los representantes de todos los linajes nadaban hasta el islote de Motu, donde esperaban al ave. Una vez obtenido el huevo, debían volver a nado, subir los acantilados con el huevo intacto y una vez arriba, entregárselo al Rey. El ganador de esta prueba, gozaba junto a su familia de un gran poder durante el siguiente año.
En el extremo meridional de la isla, apoyada en los petroglifos, que representan a dioses, y desde el borde de la caldera del volcán con fondo de aguas verdosas y viendo el acantilado que cae abrupto al océano, con ese oleaje aterrador, el islote se ve inaccesible, sin contar con los tiburones que habitan esta agua. Una siente un vértigo de infarto pensando en esta historia mitad real, mitad leyenda.
Para calmar emociones seguimos nuestro recorrido por la única vía posible, bacheada por las lluvias y el poco mantenimiento, y siempre respetando el máximo de velocidad marcada en 60 km/h. Para llegar al otro extremo de la isla, Anakena, una de las escasas playas de arenas de origen coralino, blanquísimas, en la costa norte, atravesamos el único arbolado denso de la isla, donde se encuentran escondidos los cobertizos de la más antigua hacienda que aun queda en pie. Al llegar, rodeando los escasos metros de arena que cubre pequeños montículos en una acogedora ensenada, nos recibe un pequeño palmeral con suelo tapizado de verde, salpicado de mesas de picnic y alguna familia con “chiringuito” y puestos de artesanía local. Es domingo y el planeta Tierra ya no parece tan grande al igualarse las costumbres. Un altar de 5 moais completos y otros dos destruidos, preside al lugar y otro ahu, más lateral en lo alto de una pequeña colina domina el conjunto. Al ser festivo algunas familias disfrutan del mar y nosotros desde una pequeña plataforma de madera, admiramos sus aguas cristalinas que aquí llegan más mansas, juguetonas, e invitan a nadar. Al fondo, casi en el horizonte, observamos, con la boca abierta, el paso de una enorme ballena.
Para visitar la isla podemos alquilar un coche, una moto o incluso, si disponemos de más tiempo, se puede recorrer en bici o andando. Recordemos que la isla tiene apenas 21 x 11 kilómetros, su perímetro es de unos 55, y su cima más alta es un volcán de 500 metros. Para visitar con tranquilidad muchos de los 800 moais que se reparten por toda la isla, nos bastarán dos o tres días, además como hay poco turismo los podremos ver casi en absoluta soledad. De este casi millar de moais, 288 están sobre algún Ahu y en la cantera de Rano Raraku podemos ver 397, la mayoría de ellos inacabados. Hay otros 110 dispersos por la isla y algunos pocos en museos del mundo como el British Museum de Londres. Tras ver las cifras parece imposible pensar que todos cupieran en este pequeño espacio de tierra y desde luego no creo haberlos visto todos, ya que muchos están en zonas de acceso complicado por estar los caminos en malas condiciones o estar situados en la zona costera al lado de acantilados. El moai más grande está en la cantera de Rano Raraku y es llamado “el gigante” por sus más de 21 metros y un peso de unas 180 toneladas aunque no llegó a terminarse. Uno de los misterios más curiosos sobre los moais es averiguar porque hay tantos, casi la mitad de los existentes, a medio acabar o volcados a lo largo de la ladera de este volcán.
Excepto en Ahu-Akivi, todos los moais miran al interior de la isla, dando la espalda al mar y nos hablan de la importancia de sus ancestros y linaje. Se cree que los 6 de Ahu Akivi representan los conquistadores de la isla.
Los caballos invaden a menudo la carretera y salen de cualquier recodo, se ven por todos lados, montados y pastando apaciblemente sobre prados y suaves colinas, en preciosas estampas campestres, a menudo junto a vacas, cerdos y gallinas, en un verde que parece recién lavado, justificado cuando la lluvia cae repentina y caudalosa, casi diaria, tras el mediodía o al anochecer.
El paseo por las faldas del volcán-cantera Rano Raraku, es un sueño hecho realidad sobre todo al atardecer cuando los escasos turistas se han ido. Esas fotos de National Geographic, los reportajes de Miguel de la Cuadra Salcedo… y yo sentada sobre piedras milenarias, coronando un volcán, en medio del Océano y rodeada de moais hasta donde alcanza la vista. Es difícil describir esas emociones, ese sentimiento de incredulidad y felicidad.
El domingo hay algo que no debe perderse un viajero de visita en Hanga-Roa: la misa de las 9 de la mañana. Es un encuentro social, no están los 4000 habitantes de la isla, pero si una buena representación. Rito católico, mitad en español, mitad en rapa-nui, mujeres de rasgos polinesios con flores en el pelo, que aún recuerdan el único barco anual que llegaba a la isla en los años 60, antes de que el aeropuerto construido en los 70 pasara a traer vuelos 2 veces por semana. Chaquetas sobre los hombros y actitudes respetuosas, participativas, aún en medio del parloteo del grupo de turistas. Es curioso observar la vida tranquila de estas gentes ajenas al turismo. Casi ninguno de los isleños te molesta intentado venderte o pedirte algo. Si quieres comprar artesanía puedes hacerlo todos los días en el mercadillo cubierto situado enfrente de la Municipalidad de Hanga Roa.
También merece la pena una visita el pequeño museo local. El Museo Antropológico P. Sebastián Englert, que está situado en la parte alta de la capital y con vistas al océano y a la plataforma ceremonial de Ahu Tahai, nos permite conocer algo más de la cultura rapanui, además de contar con alguna curiosidades como el “ojo” del moai que se encontró en el Ahu Nau-Nau. Se trata del único ejemplar original de ojo que ha llegado hasta nosotros ya que el resto de los se pueden ver en la isla son copias que se colocaron durante su restauración. La parte blanca del ojo está hecha de coral blanco y el iris está tallado en escoria rojiza de origen volcánico aunque se cree que también podían estar realizados en obsidiana. Su hallazgo supuso la confirmación de que los moais tenían ojos y que estos eran colocados una vez el moai estaba ya sobre su ahu.
En estos días de febrero ha tenido lugar el festival Tapati, la mayor celebración de los rapanui. Suele empezar la primera semana de febrero y dura 10 días. Se realizan ceremonias ancestrales como por ejemplo la competencia Takona o tatuajes, a los que son tan aficionados todos los polinesios, o el descenso a gran velocidad por una colina de jóvenes sobre troncos de plátanos o Haka Pei, así como la elección de la reina de la isla.
Pasear, sentarse al borde del acantilado a ver romper las olas esperando la puesta de sol, y mirar con asombro desde la aldea Orongo, el efecto óptico de la curvatura de la esfera terrestre en el horizonte de ese océano inmenso, hace que te frotes los ojos, los cierres y al abrirlos de nuevo vislumbras esa ligera línea curvada, donde termina el agua…Una sonrisa aflora en los labios, el silencio, el infinito, el viento y el mar… El sol recorre muy rápido su último tramo y las sombras lo cubren todo, es hora de encender las velas y disfrutar de las danzas típicas que un grupo de aficionados de la isla ofrece en un local del centro. La luz, un día más, será la débil y tenue llama, pero no molesta, porque en la Isla de Pascua, una cena obligada a la luz de las velas, es el perfecto final para unos días de sueños hechos realidad.