lunes, 14 de abril de 2008

Papua Occidental (I)


En Papúa Occidental, situada en la parte oeste de la isla de Nueva Guinea, y hasta hace poco conocida como Irian Jaya, se encuentra uno de los pueblos más atrasados de la Tierra: los Papúes. Allí se calcula que viven unos 2,2 millones de personas repartidas en unas 312 tribus diferentes, étnicamente muy separadas del resto de los indonesios, algunas jamás contactadas y pese a que sólo el 0,01% de la población mundial vive allí, se hablan más del 15%, unas 260, de las lenguas conocidas.
Desde el comienzo del vuelo sobre esta asombrosa isla, una fuerza invisible mantenía mi cara pegada a la ventanilla. No podía dejar de mirar hacia abajo, no podía dejar de admirar la impenetrable alfombra verde, la mítica jungla del sudeste asiático que tantas veces había visto en libros, revistas y, sobretodo, en películas en blanco y negro de los años 40. Hacía tan sólo unos minutos que habíamos dejado la capital de la isla, Jayapura, y nos dirigíamos a Wamena, el único asentamiento humano importante en la zona central de este extenso territorio.
Mientras seguía hipnotizado por ese verdor salvaje que parecía no tener fin, no dejaba de pensar en lo que me iba a encontrar allá abajo. Según la mayoría de los libros que había devorado en los últimos meses, aunque en esos momentos tan sólo nos separaban dos o tres mil metros del suelo, en realidad eran varios miles, o millones de años. Volaba hacia la Edad de Piedra y estaba a punto de aterrizar en un lugar donde recibiría una clase magistral de antropología humana. Pero también volaba hacia un mundo lleno de tópicos y hacia uno de los últimos reductos del canibalismo. En el fondo no me creía que, en pleno siglo XXI existieran seres humanos que, aunque en contacto desde hace años con el “civilizado” hombre blanco, sobrevivieran sin apenas haber cambiado su modo de vida en los últimos milenios.
La isla de Nueva Guinea, segunda en extensión del mundo y a la que dio nombre el navegante español Yñigo Ortiz de Retez, fue arbitrariamente dividida por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. La mitad oriental formó el país independiente de Papúa-Nueva Guinea, mientras que la otra mitad occidental fue absurdamente cedida por Holanda y la ONU a la recién nacida Indonesia. Esta remota región, está habitada por numerosos pueblos indígenas que, por su situación geográfica, comparten con sus hermanos de la vecina Australia los mismos rasgos aborígenes. Los Lani, Dani, Yali, Komoro, Ekari, AmungMe o los Asmat, más al sur y artesanos de la madera famosos en el mundo por sus escudos guerreros, apenas han evolucionado desde la Edad de Piedra y perderse por sus montañas, bosques y junglas es adentrarse en otra época y en otra forma ancestral de entender y disfrutar de la vida.
Para la mayoría de nosotros, los pueblos que habitan esta recóndita parte del mundo son inmediatamente asociados al canibalismo. Aunque, oficialmente, los hoy pacíficos agricultores no practican desde hace dos décadas el canibalismo ritual, nadie duda que éste pueda seguir teniendo lugar en algunos poblados perdidos en medio de las casi inexploradas montañas; por ello no es difícil encontrar algún anciano que muy a regañadientes confiese haber practicado la antropofagia con los enemigos vencidos. No obstante, pese a estos “morbosos” antecedentes, pronto podremos comprobar la amabilidad, la inocencia, la ingenuidad y la curiosidad que tienen los papúes, sobre todo, los ancianos y los niños.
La montañosa región central de la isla, hacia la que nos dirigimos, tiene cumbres de más de 4500 metros, perpetuamente cubiertas de nieve, y esconde entre sus continuas brumas exuberantes, abruptos valles surcados por impetuosos y caudalosos ríos.
Una vez subido en el destartalado avión turbohélice que nos iba a llevar desde Jayapura, al norte de la isla, a la prehistoria ya pude comprobar que aquel viaje sería diferente. Mis compañeros de viaje eran media docena de turistas, otros tantos papúes y una enorme bobina de alambre de espino que ocupaba más de media cabina y que amenazaba con arroyarnos en cada vaivén del avión. Era la primera vez que hacía un vuelo en el que de haber azafatas hubieran atendido más a la carga que a los pasajeros. Por fin aterrizamos en el pequeño y destartalado aeródromo de Wamena capital de esta zona y punto de encuentro de los habitantes de valles como el del río Baliem. Nada más bajar por la escalerilla del avión varios papúes de pequeña estatura nos rodearon. Cubrían su desnudez únicamente con una calabaza en el pene y algunos con unos aros de lianas enrollados en el pecho. También se adornaban con multitud de abalorios, plumas y colmillos de cerdos. Ellos nos devolvían la mirada de asombro. No sé cuáles sentían más curiosidad por los otros, era sencillamente increíble. Era como encontrarte con tus más lejanos ancestros...
Después de pasear un rato por las anchas, pero embarradas calles típicas de una población de reciente construcción, desgraciadamente, tan presentes en muchos países del Tercer Mundo, pude comprobar que, aunque muchos jóvenes han comenzado a ser influenciados por los javaneses y su “occidental filosofía de vida”, la gente sigue viviendo como antaño. La mayoría de los hombres continúan llevando como única vestimenta una calabaza, llamada “koteca”, que les cubre el pene. Esta calabaza no sólo sirve como protección contra la entrada de espíritus malignos, sino que su tamaño y forma distingue a unas tribus de otras; además, tiene otras aplicaciones menos tribales siendo lugar idóneo para guardar todo tipo de cosas, sobre todo el apreciado tabaco, al que son muy aficionados, o el betel cuyo continuo masticar produce un intenso color rojizo que invade boca, dientes y encías. También en algunos casos, y si el tamaño de la koteca lo permite, se pueden llevar en ella hasta dos pequeños pollos. A veces, y debido a que la koteca adquiere formas y longitudes caprichosas, se producen situaciones curiosas e hilarantes. En alguna ocasión el encuentro de dos de ellos en un paso estrecho puede provocar que sus kotecas queden enredadas, teniendo que hacer verdaderos malabarismos para separarse.

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