Jordi Balboa, viajero y escritor nos cuenta su experiencia con los Caboclo en el Amazonas.
Los Caboclo
La palabra caboclo define a la raza mestiza del Amazonas. Desde la llegada de los primeros europeos en el siglo XVI, los indígenas se fueron mezclando con los colonos y con el resto de mestizos del país (mamelucos, cafuzos o mulatos) hasta crear la actual raza dominante en la región. Pese a que los caboclos representan el 65% de la población amazónica, este término se utiliza sobretodo para referirse a los mestizos que viven en la selva alejados de los núcleos urbanos. Suelen ser pescadores que viven en la rivera de los ríos sin confort alguno -en muchos casos sin electricidad- y que por su estilo de vida se encuentran más cerca de sus ancestros amazónicos que de los europeos. Podríamos decir que el caboclo es un indígena que utiliza short de baño y escucha la radio mientras se desplaza en canoa y vive en armonía con su entorno.
La palabra caboclo define a la raza mestiza del Amazonas. Desde la llegada de los primeros europeos en el siglo XVI, los indígenas se fueron mezclando con los colonos y con el resto de mestizos del país (mamelucos, cafuzos o mulatos) hasta crear la actual raza dominante en la región. Pese a que los caboclos representan el 65% de la población amazónica, este término se utiliza sobretodo para referirse a los mestizos que viven en la selva alejados de los núcleos urbanos. Suelen ser pescadores que viven en la rivera de los ríos sin confort alguno -en muchos casos sin electricidad- y que por su estilo de vida se encuentran más cerca de sus ancestros amazónicos que de los europeos. Podríamos decir que el caboclo es un indígena que utiliza short de baño y escucha la radio mientras se desplaza en canoa y vive en armonía con su entorno.
Convivencia con los Caboclos
Hace muchos años, en las profundidades del río Par, vivía la serpiente Tuluperê, más conocida como la Gran Serpiente. Toda su piel era roja y negra, y lo más temible de ella era que reunía las características de las serpientes Sucurijú y Jiboia. Tuluperê volcaba las embarcaciones de los indígenas y cuando apresaba a alguno de ellos, lo ahogaba hasta la muerte y se lo comía. Un día, los indios Wayana salieron a cazarla con ayuda del brujo Xamã. Tras varios días de búsqueda por la selva, finalmente dieron con ella y la mataron a flechazos. Desde entonces, y para no olvidar la gesta, los hombres empezaron a representar la piel de la serpiente en todas las piezas de cestería que fabricaban, (de ahí los colores y formas actuales en el trenzado). Esta es una de las tantas leyendas que todavía hoy en día continúan vigentes en la Amazonía y que parte de la población continúa creyendo. El origen del cielo, de la luna, de la noche, del pirarucú o del guaraná, tiene una explicación en este tipo de historias que poco a poco se van perdiendo en el tiempo y que tan solo los indígenas y algunos caboclos continúan conservando.
Conocimos al señor Ely y a la señora Sebastiana gracias a Marcelo, un brasileño del Pantanal afincado en Manaus que había residido en España durante varios años. Vivían en el margen Sur del Río Negro, a unos cincuenta kilómetros al Este de la gran ciudad. De aspecto rudo y muy castigado para su edad –no llegaban a los cincuenta años- tenían a su cargo a tres de sus nietos, Rayane de doce años, Railson de ocho y Ronilson de seis. Por supuesto, la historia familiar que tenían que contar nos resultaba de lo más habitual por esas tierras. Los tres niños eran hijos de la misma madre pero de distinto padre. A la madre, una hija de la señora Sebastiana de un matrimonio anterior, la abandonaron los tres padres y cuando el alcohol la castigó, acabó por abandonar a sus hijos. Los primeros en caer fueron Rayane y Railson que de un día para otro se encontraron viviendo con sus abuelos en plena selva. Debido a la precaria escolaridad que habían sufrido desde pequeños, Railson apenas sabía escribir y para Rayane multiplicar o dividir era como realizar logaritmos neperianos. Ronilson fue abandonado de una forma algo más traumática. A él lo dejaron tirado en el peor barrio de Manaus con la suerte totalmente echada. Afortunadamente, un familiar se enteró de que andaba mendigando por la ciudad y tras tenerlo unos días en casa lo envió también a la selva con sus abuelos. Impresionaba la ternura y el cariño que desprendía este crío a todas horas. Lo daba todo por nada.
Lo que más nos llamó la atención nada más llegar fue la austeridad de todo cuanto había en ese pedazo de selva. Cercano al río había un cobertizo sin paredes, hecho de troncos y chapa que hacía las veces de cocina-comedor. A unos veinte metros de distancia, una chocita elevada construida con tablones de madera era el dormitorio de la familia. Un colchón y dos hamacas con mosquitera era todo cuanto tenían. Más al fondo, y casi tocando la espesura de la selva, una pequeña caseta servía para guardar los patos y las gallinas durante la noche. No era demasiado, pero era cuanto había. Viendo lo que teníamos delante, nos acordamos de las palabras de nuestro amigo Marcelo cuando nos decía “¿Estáis seguros de que os queréis quedar unos días aquí? No será fácil”. Estaba claro que fácil no sería, pero… una vivencia así no tenía precio.
Tras compartir la primera comida junto a esta familia de caboclos, rápidamente nos dimos cuenta de que todos eran de lo más agradable. Con un poco de suerte nuestra estancia con ellos podía ser muy enriquecedora. De todas maneras, entre todos dejamos bien claras las condiciones de nuestra estancia ya que no estábamos allí de vacaciones pagadas. En la medida de lo posible, nuestra idea era compartir su día a día y colaborar en todo lo posible. Si iban a pescar, iríamos con ellos; si iban a comprar, les echaríamos una mano; si hacían la siesta, la haríamos al mismo tiempo. Así con todo. Comeríamos lo que hubiera en cada momento. Si había pescado, pescado; si había gallina, gallina; si no había mas que huevos, pues solo huevos. No queríamos que nuestra presencia alterara de ninguna manera su ritmo de vida ya que para ellos podía ser motivo de preocupación, en especial para los tres niños. Por supuesto, les ayudamos económicamente para que nuestra presencia no fuera una carga. Más que darles dinero en plan pensión, lo hicimos como el familiar lejano que viene a visitarlos unos días. Y así lo sintieron ellos.
En un lugar como ese la vida transcurre a un ritmo completamente diferente. La jornada empieza con las primeras luces del alba, a eso de las cinco de la mañana. A esa hora el matrimonio se levanta para ir a mirar las redes de pesca que tienen en los igapós –pequeños brazos del río que anegan parte de la selva. Cada uno con su alargada canoa de madera va a recoger el pescado que se ha quedado atrapado en las redes, generalmente tambaquís o pequeños pirarucús. En el caso que el nivel de las aguas haya descendido de manera importante, también aprovechan para cambiar las redes de sitio ya que no es recomendable que queden a la vista. Otros caboclos se pueden apropiar tanto del pescado como de las redes si las encuentran. Es la ley de la selva.
Si la pesca de la mañana ha ido bien, por la tarde se vuelve a ir en busca de más pescado, sino, se regresa a mediodía hasta el día siguiente. En nuestro primer día de pesca, la cosa fue mal. Virginia se fue con la señora Sebastiana y yo lo hice con el señor Ely y su fusil. No era descartable que un yacaré, un tatu o una paca se cruzara en nuestro camino así que lo mejor estar preparado. Además, un disparo certero podía solucionar el tema de la comida durante varios días. Tras pasar unas tres horas remando con sigilo entre ramas y troncos, finalmente regresamos a casa de vacío en busca del desayuno. Un poco de pan con margarina, huevos revueltos y un café de cacerola muy azucarado. Generalmente los meses que el río se vacía es cuando más se pesca, ya que los peces se concentran en un espacio menor y es más fácil atraparlos. Si han pescado lo suficiente, suelen esperar la llegada de los vendedores ambulantes de río para venderles o cambiarles el pescado por productos como la harina de mandioca o el arroz.
Tras el tiempo dedicado a la pesca, el resto de la jornada suele ser bastante tranquila. A parte de rogar a dios para el día siguiente y ver pasar las horas estirado en la hamaca, no hay mucho más que hacer. Tan solo cuando hay que ir de compras a una pequeña aldea, se sale un poco de la rutina. Entre ir y volver en canoa a través de los igarapés se puede perder toda la mañana, lo cual no deja de ser interesante. Por lo menos a nuestros ojos, claro está.
A unos quinientos metros de donde vivíamos, había una especie de barracón que se utilizaba como escuela para los niños de la zona. Nunca se sabía si el profesor vendría o no, así que no era de extrañar que la mitad de los días no hubiera clase. Dado que el número total de niños no sobrepasaba la decena, se impartía una única clase de dos horas. No importaba si uno tenía doce años y el otro seis, lo importante era decir que los niños estaban escolarizados. Teniendo en cuenta que la alfabetización de un crío en Brasil se da por hecha en cuanto sabe escribir su nombre, todo queda dicho. Como en muchos otros lugares, los niños son más útiles ayudando a la familia que estudiando en la escuela, así que a nadie le preocupa demasiado el asunto.
Normalmente las clases solían comenzar a la una de la tarde, por lo que siempre había tiempo por la mañana para darse un baño en alguna de las playas que poco a poco van apareciendo a medida que el río se seca. Hasta seis metros puede llegar a descender el nivel del Río Negro entre los meses de junio y septiembre dejando a la vista unas playas de arena blanca impresionantes.
Cada vez que andábamos de la playa a casa debíamos hacerlo con sumo cuidado a causa de los animales que se nos podían aparecer. Tener un susto como el que tuvieron Virginia y Rayane cuando se les cruzó una jiboia (serpiente) por el camino, era algo de lo más habitual. Nadie estaba a salvo de alguna mordedura. De regreso del baño matutino, el estupendo olor del caldero de la señora Sebastiana despertaba siempre nuestro apetito. A pesar de que el segundo día nos acercamos hasta una aldea cercana para comprar comida y la despensa se había llenado con algo más de lo esperado, todo cuanto había se debía racionar. Tanto fue así, que de comer caldereta de tambaquí o estofado de gallina, los últimos días nos tuvimos que conformar con huevos, bolacha (galletas de harina y agua) y poco más. Mal asunto. El día que no había demasiada chicha para comer, se compensaba con más arroz o con más harina de mandioca. Esporádicamente los fideos podían sustituir al arroz, pero la harina era insustituible ya que aportaba gran cantidad de hidratos de carbono y era muy barata. La fruta se racionaba de igual manera y pese a estar rodeados de frutas que nunca antes habíamos visto como el açaí o el cupuaçú, lo que más deleitaba a los críos era una buena banana después de las comidas. “¿Y los patos y las gallinas?” Nos preguntábamos, “¿No se los comen?”. Pues no. Al parecer les dolía en el alma tener que matar los animales que habían visto crecer. Como mucho los vendían vivos o los cambiaban por otros alimentos. Preferían comer arroz y harina a secas antes que matar un pollo.
Una cosa que nos llamó mucho la atención los dos primeros días fue que cuando llegaba la hora de comer, siempre nos sentábamos a la mesa Virginia, el señor Ely y yo. La señora Sebastiana y los tres críos evitaban sentarse diciendo que no tenían mucho apetito pero en cuanto nuestros platos estaban servidos venían y se repartían lo que quedaba en el puchero. Por supuesto el señor Ely tampoco es que se llenara mucho el plato, y es de suponer que si se sentaba con nosotros era para aparentar una cierta normalidad. Ni que decir tiene que en cuanto nos dimos cuenta de lo que ocurría, los primeros en no tener mucho apetito éramos nosotros dos. A veces, a escondidas de los abuelos, les dábamos parte de nuestras galletas, snack o lo que fuera, ya que era imposible que no tuvieran más apetito.
Tanto el señor Ely como la señora Sebastiana eran personas encantadoras que estaban de vuelta de muchas cosas, pero por cruel que pueda parecer, la llegada de los tres nietos fue un palo importante para ellos. Con los mismos recursos pasaban de malvivir dos personas a hacerlo cinco. De todas maneras, el que más estaba pagando las consecuencias era Ronilson, el ultimo en llegar a la familia. Más de una vez los abuelos nos insinuaron la posibilidad de adoptarlo ya que su situación les empezaba a superar. Además de ser una carga, sabían que ese niño se merecía mucho más de lo que ellos le podían ofrecer. No es que los otros dos no lo merecieran, lo que ocurría es que Ronilson tenía algo realmente especial. A sus seis años era más listo, avispado y observador que cualquiera de sus hermanos. Era tierno y cariñoso, callado con los abuelos y extrovertido con nosotros. Con su mirada y sus gestos, te devolvía con creces cualquier atención que tuvieras con él. Con Rayane se llevaban a la perfección, jamás había un solo problema, pero con Railson, todo era bien distinto. A veces su hermano mayor se mostraba amable y cariñoso con él, pero la mayoría de las veces los celos se lo comían por dentro y aprovechando su fuerza se lo hacía pagar. Ronilson, consciente de esto y de cual era su situación hacía tan solo unos meses, procuraba pasar desapercibido delante de sus abuelos a pesar de las tropelías de Railson. Mejor no llamar la atención ya que nunca se sabía lo que podía ocurrir.
Cuando llegaba la noche lo más habitual era reunirse frente a una fogata y acabar el día charlando. A pesar de las molestias, estar cerca del humo resultaba reconfortante ya que gracias a él los mosquitos no se acercaban. A veces venía el hermano del señor Ely con su esposa, de manera que la velada se hacía más amena. Allí, junto al brasero, nos hablaron de los problemas que tenían desde que llegó la electricidad hacía tres meses. Por culpa de la única bombilla que encendían cada noche, la presencia de mosquitos había aumentado considerablemente y eso era motivo de cierta preocupación. Nadie olvidaba que cuatro semanas atrás, toda la familia –abuelos y niños- estuvieron diez días postrados con malaria. Paradójicamente, era el precio del desarrollo.
Tras la inacabable charla, todos nos íbamos a dormir. Virginia y yo lo hacíamos juntos en una enorme hamaca que había a la entrada de la chocita. El resto de la familia lo hacía en la habitación contigua. Los abuelos en una hamaca y los niños debajo tumbados en el suelo y protegidos por la mosquitera. “Boas noites”, eran las últimas palabras que oíamos cada noche. Como norma general los dos nos pasábamos un buen rato rascándonos las piernas pensando que la culpa era de los mosquitos, pero hasta el último día no supimos el verdadero porqué de tanta picazón. Al parecer, un ácido residual que quedaba sobre la arena del río a medida que las aguas bajaban, era el causante de tal picor. Como los niños lo sabían, cada tarde después del último baño se frotaban bien con una pastilla de jabón que se utilizaba para todo: ropa, cubiertos, cacharros, etc. Puesto que nosotros no decíamos nada, ellos tampoco nos lo comentaron.
El día de nuestra despedida desayunamos lo que había en ese momento: café azucarado, pan seco y dos huevos revueltos a repartir entre los presentes. A esas horas el señor Ely todavía andaba pescando y curiosamente la señora Sebastiana no tenía apetito. La esperanza de todos era que el señor Ely regresara con algo más que echarse a la boca para la hora de comer, pero en cuanto vimos su cara nada más llegar, entendimos que no era así. Lo único que alcanzó a decir mientras nos mostraba la cesta vacía fue “Gracias a Dios”. Era lo que siempre decía, hubiera o no pescado. Nos despedimos calurosamente del señor Ely agradecidos por habernos acogido en su casa durante todos esos días y junto con la señora Sebastiana y los tres críos, nos dirigimos hacia Manaus en un viaje de más de cinco horas subidos a canoas y busetas. Una vez en la ciudad, Virginia y yo aprovechamos para hacer algunas compras rápidas y antes de que se volvieran para su hogar en la selva, se las entregamos con todo nuestro corazón entre besos y abrazos de despedida.
Hace muchos años, en las profundidades del río Par, vivía la serpiente Tuluperê, más conocida como la Gran Serpiente. Toda su piel era roja y negra, y lo más temible de ella era que reunía las características de las serpientes Sucurijú y Jiboia. Tuluperê volcaba las embarcaciones de los indígenas y cuando apresaba a alguno de ellos, lo ahogaba hasta la muerte y se lo comía. Un día, los indios Wayana salieron a cazarla con ayuda del brujo Xamã. Tras varios días de búsqueda por la selva, finalmente dieron con ella y la mataron a flechazos. Desde entonces, y para no olvidar la gesta, los hombres empezaron a representar la piel de la serpiente en todas las piezas de cestería que fabricaban, (de ahí los colores y formas actuales en el trenzado). Esta es una de las tantas leyendas que todavía hoy en día continúan vigentes en la Amazonía y que parte de la población continúa creyendo. El origen del cielo, de la luna, de la noche, del pirarucú o del guaraná, tiene una explicación en este tipo de historias que poco a poco se van perdiendo en el tiempo y que tan solo los indígenas y algunos caboclos continúan conservando.
Conocimos al señor Ely y a la señora Sebastiana gracias a Marcelo, un brasileño del Pantanal afincado en Manaus que había residido en España durante varios años. Vivían en el margen Sur del Río Negro, a unos cincuenta kilómetros al Este de la gran ciudad. De aspecto rudo y muy castigado para su edad –no llegaban a los cincuenta años- tenían a su cargo a tres de sus nietos, Rayane de doce años, Railson de ocho y Ronilson de seis. Por supuesto, la historia familiar que tenían que contar nos resultaba de lo más habitual por esas tierras. Los tres niños eran hijos de la misma madre pero de distinto padre. A la madre, una hija de la señora Sebastiana de un matrimonio anterior, la abandonaron los tres padres y cuando el alcohol la castigó, acabó por abandonar a sus hijos. Los primeros en caer fueron Rayane y Railson que de un día para otro se encontraron viviendo con sus abuelos en plena selva. Debido a la precaria escolaridad que habían sufrido desde pequeños, Railson apenas sabía escribir y para Rayane multiplicar o dividir era como realizar logaritmos neperianos. Ronilson fue abandonado de una forma algo más traumática. A él lo dejaron tirado en el peor barrio de Manaus con la suerte totalmente echada. Afortunadamente, un familiar se enteró de que andaba mendigando por la ciudad y tras tenerlo unos días en casa lo envió también a la selva con sus abuelos. Impresionaba la ternura y el cariño que desprendía este crío a todas horas. Lo daba todo por nada.
Lo que más nos llamó la atención nada más llegar fue la austeridad de todo cuanto había en ese pedazo de selva. Cercano al río había un cobertizo sin paredes, hecho de troncos y chapa que hacía las veces de cocina-comedor. A unos veinte metros de distancia, una chocita elevada construida con tablones de madera era el dormitorio de la familia. Un colchón y dos hamacas con mosquitera era todo cuanto tenían. Más al fondo, y casi tocando la espesura de la selva, una pequeña caseta servía para guardar los patos y las gallinas durante la noche. No era demasiado, pero era cuanto había. Viendo lo que teníamos delante, nos acordamos de las palabras de nuestro amigo Marcelo cuando nos decía “¿Estáis seguros de que os queréis quedar unos días aquí? No será fácil”. Estaba claro que fácil no sería, pero… una vivencia así no tenía precio.
Tras compartir la primera comida junto a esta familia de caboclos, rápidamente nos dimos cuenta de que todos eran de lo más agradable. Con un poco de suerte nuestra estancia con ellos podía ser muy enriquecedora. De todas maneras, entre todos dejamos bien claras las condiciones de nuestra estancia ya que no estábamos allí de vacaciones pagadas. En la medida de lo posible, nuestra idea era compartir su día a día y colaborar en todo lo posible. Si iban a pescar, iríamos con ellos; si iban a comprar, les echaríamos una mano; si hacían la siesta, la haríamos al mismo tiempo. Así con todo. Comeríamos lo que hubiera en cada momento. Si había pescado, pescado; si había gallina, gallina; si no había mas que huevos, pues solo huevos. No queríamos que nuestra presencia alterara de ninguna manera su ritmo de vida ya que para ellos podía ser motivo de preocupación, en especial para los tres niños. Por supuesto, les ayudamos económicamente para que nuestra presencia no fuera una carga. Más que darles dinero en plan pensión, lo hicimos como el familiar lejano que viene a visitarlos unos días. Y así lo sintieron ellos.
En un lugar como ese la vida transcurre a un ritmo completamente diferente. La jornada empieza con las primeras luces del alba, a eso de las cinco de la mañana. A esa hora el matrimonio se levanta para ir a mirar las redes de pesca que tienen en los igapós –pequeños brazos del río que anegan parte de la selva. Cada uno con su alargada canoa de madera va a recoger el pescado que se ha quedado atrapado en las redes, generalmente tambaquís o pequeños pirarucús. En el caso que el nivel de las aguas haya descendido de manera importante, también aprovechan para cambiar las redes de sitio ya que no es recomendable que queden a la vista. Otros caboclos se pueden apropiar tanto del pescado como de las redes si las encuentran. Es la ley de la selva.
Si la pesca de la mañana ha ido bien, por la tarde se vuelve a ir en busca de más pescado, sino, se regresa a mediodía hasta el día siguiente. En nuestro primer día de pesca, la cosa fue mal. Virginia se fue con la señora Sebastiana y yo lo hice con el señor Ely y su fusil. No era descartable que un yacaré, un tatu o una paca se cruzara en nuestro camino así que lo mejor estar preparado. Además, un disparo certero podía solucionar el tema de la comida durante varios días. Tras pasar unas tres horas remando con sigilo entre ramas y troncos, finalmente regresamos a casa de vacío en busca del desayuno. Un poco de pan con margarina, huevos revueltos y un café de cacerola muy azucarado. Generalmente los meses que el río se vacía es cuando más se pesca, ya que los peces se concentran en un espacio menor y es más fácil atraparlos. Si han pescado lo suficiente, suelen esperar la llegada de los vendedores ambulantes de río para venderles o cambiarles el pescado por productos como la harina de mandioca o el arroz.
Tras el tiempo dedicado a la pesca, el resto de la jornada suele ser bastante tranquila. A parte de rogar a dios para el día siguiente y ver pasar las horas estirado en la hamaca, no hay mucho más que hacer. Tan solo cuando hay que ir de compras a una pequeña aldea, se sale un poco de la rutina. Entre ir y volver en canoa a través de los igarapés se puede perder toda la mañana, lo cual no deja de ser interesante. Por lo menos a nuestros ojos, claro está.
A unos quinientos metros de donde vivíamos, había una especie de barracón que se utilizaba como escuela para los niños de la zona. Nunca se sabía si el profesor vendría o no, así que no era de extrañar que la mitad de los días no hubiera clase. Dado que el número total de niños no sobrepasaba la decena, se impartía una única clase de dos horas. No importaba si uno tenía doce años y el otro seis, lo importante era decir que los niños estaban escolarizados. Teniendo en cuenta que la alfabetización de un crío en Brasil se da por hecha en cuanto sabe escribir su nombre, todo queda dicho. Como en muchos otros lugares, los niños son más útiles ayudando a la familia que estudiando en la escuela, así que a nadie le preocupa demasiado el asunto.
Normalmente las clases solían comenzar a la una de la tarde, por lo que siempre había tiempo por la mañana para darse un baño en alguna de las playas que poco a poco van apareciendo a medida que el río se seca. Hasta seis metros puede llegar a descender el nivel del Río Negro entre los meses de junio y septiembre dejando a la vista unas playas de arena blanca impresionantes.
Cada vez que andábamos de la playa a casa debíamos hacerlo con sumo cuidado a causa de los animales que se nos podían aparecer. Tener un susto como el que tuvieron Virginia y Rayane cuando se les cruzó una jiboia (serpiente) por el camino, era algo de lo más habitual. Nadie estaba a salvo de alguna mordedura. De regreso del baño matutino, el estupendo olor del caldero de la señora Sebastiana despertaba siempre nuestro apetito. A pesar de que el segundo día nos acercamos hasta una aldea cercana para comprar comida y la despensa se había llenado con algo más de lo esperado, todo cuanto había se debía racionar. Tanto fue así, que de comer caldereta de tambaquí o estofado de gallina, los últimos días nos tuvimos que conformar con huevos, bolacha (galletas de harina y agua) y poco más. Mal asunto. El día que no había demasiada chicha para comer, se compensaba con más arroz o con más harina de mandioca. Esporádicamente los fideos podían sustituir al arroz, pero la harina era insustituible ya que aportaba gran cantidad de hidratos de carbono y era muy barata. La fruta se racionaba de igual manera y pese a estar rodeados de frutas que nunca antes habíamos visto como el açaí o el cupuaçú, lo que más deleitaba a los críos era una buena banana después de las comidas. “¿Y los patos y las gallinas?” Nos preguntábamos, “¿No se los comen?”. Pues no. Al parecer les dolía en el alma tener que matar los animales que habían visto crecer. Como mucho los vendían vivos o los cambiaban por otros alimentos. Preferían comer arroz y harina a secas antes que matar un pollo.
Una cosa que nos llamó mucho la atención los dos primeros días fue que cuando llegaba la hora de comer, siempre nos sentábamos a la mesa Virginia, el señor Ely y yo. La señora Sebastiana y los tres críos evitaban sentarse diciendo que no tenían mucho apetito pero en cuanto nuestros platos estaban servidos venían y se repartían lo que quedaba en el puchero. Por supuesto el señor Ely tampoco es que se llenara mucho el plato, y es de suponer que si se sentaba con nosotros era para aparentar una cierta normalidad. Ni que decir tiene que en cuanto nos dimos cuenta de lo que ocurría, los primeros en no tener mucho apetito éramos nosotros dos. A veces, a escondidas de los abuelos, les dábamos parte de nuestras galletas, snack o lo que fuera, ya que era imposible que no tuvieran más apetito.
Tanto el señor Ely como la señora Sebastiana eran personas encantadoras que estaban de vuelta de muchas cosas, pero por cruel que pueda parecer, la llegada de los tres nietos fue un palo importante para ellos. Con los mismos recursos pasaban de malvivir dos personas a hacerlo cinco. De todas maneras, el que más estaba pagando las consecuencias era Ronilson, el ultimo en llegar a la familia. Más de una vez los abuelos nos insinuaron la posibilidad de adoptarlo ya que su situación les empezaba a superar. Además de ser una carga, sabían que ese niño se merecía mucho más de lo que ellos le podían ofrecer. No es que los otros dos no lo merecieran, lo que ocurría es que Ronilson tenía algo realmente especial. A sus seis años era más listo, avispado y observador que cualquiera de sus hermanos. Era tierno y cariñoso, callado con los abuelos y extrovertido con nosotros. Con su mirada y sus gestos, te devolvía con creces cualquier atención que tuvieras con él. Con Rayane se llevaban a la perfección, jamás había un solo problema, pero con Railson, todo era bien distinto. A veces su hermano mayor se mostraba amable y cariñoso con él, pero la mayoría de las veces los celos se lo comían por dentro y aprovechando su fuerza se lo hacía pagar. Ronilson, consciente de esto y de cual era su situación hacía tan solo unos meses, procuraba pasar desapercibido delante de sus abuelos a pesar de las tropelías de Railson. Mejor no llamar la atención ya que nunca se sabía lo que podía ocurrir.
Cuando llegaba la noche lo más habitual era reunirse frente a una fogata y acabar el día charlando. A pesar de las molestias, estar cerca del humo resultaba reconfortante ya que gracias a él los mosquitos no se acercaban. A veces venía el hermano del señor Ely con su esposa, de manera que la velada se hacía más amena. Allí, junto al brasero, nos hablaron de los problemas que tenían desde que llegó la electricidad hacía tres meses. Por culpa de la única bombilla que encendían cada noche, la presencia de mosquitos había aumentado considerablemente y eso era motivo de cierta preocupación. Nadie olvidaba que cuatro semanas atrás, toda la familia –abuelos y niños- estuvieron diez días postrados con malaria. Paradójicamente, era el precio del desarrollo.
Tras la inacabable charla, todos nos íbamos a dormir. Virginia y yo lo hacíamos juntos en una enorme hamaca que había a la entrada de la chocita. El resto de la familia lo hacía en la habitación contigua. Los abuelos en una hamaca y los niños debajo tumbados en el suelo y protegidos por la mosquitera. “Boas noites”, eran las últimas palabras que oíamos cada noche. Como norma general los dos nos pasábamos un buen rato rascándonos las piernas pensando que la culpa era de los mosquitos, pero hasta el último día no supimos el verdadero porqué de tanta picazón. Al parecer, un ácido residual que quedaba sobre la arena del río a medida que las aguas bajaban, era el causante de tal picor. Como los niños lo sabían, cada tarde después del último baño se frotaban bien con una pastilla de jabón que se utilizaba para todo: ropa, cubiertos, cacharros, etc. Puesto que nosotros no decíamos nada, ellos tampoco nos lo comentaron.
El día de nuestra despedida desayunamos lo que había en ese momento: café azucarado, pan seco y dos huevos revueltos a repartir entre los presentes. A esas horas el señor Ely todavía andaba pescando y curiosamente la señora Sebastiana no tenía apetito. La esperanza de todos era que el señor Ely regresara con algo más que echarse a la boca para la hora de comer, pero en cuanto vimos su cara nada más llegar, entendimos que no era así. Lo único que alcanzó a decir mientras nos mostraba la cesta vacía fue “Gracias a Dios”. Era lo que siempre decía, hubiera o no pescado. Nos despedimos calurosamente del señor Ely agradecidos por habernos acogido en su casa durante todos esos días y junto con la señora Sebastiana y los tres críos, nos dirigimos hacia Manaus en un viaje de más de cinco horas subidos a canoas y busetas. Una vez en la ciudad, Virginia y yo aprovechamos para hacer algunas compras rápidas y antes de que se volvieran para su hogar en la selva, se las entregamos con todo nuestro corazón entre besos y abrazos de despedida.
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