martes, 18 de marzo de 2008

El pueblo Tibetano

Una vez más las desgracias del pueblo tibetano son portada de los diarios de todo el mundo. A escasos doscientos días del comienzo de las Olimpiadas de Pekín, el gobierno chino está mostrando su verdadera cara. Los tibetanos, sobretodo los monjes, están siendo arrasados por la policía china. Esperemos que las aguas se calmen y la comunidad internacional tome nota de que "la nueva China" sigue siendo la misma que hace casi 60 años invadía el Tibet.
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Conozcamos algo más de la relación entre estos dos países.
Desgraciadamente, una histórica relación de amistad entre tibetanos y chinos se truncó a comienzos del siglo XVIII cuando el por entonces gobierno Manchú empezó a inmiscuirse en los asuntos internos del Tíbet. Con la excusa de ayudarles de los intentos invasores del Nepal, poco a poco, el país se fue llenando de asesores y militares chinos. Incluso en 1913 el por entonces XIII Dalai Lama, tuvo que expulsar a todos los chinos y reafirmar la independencia del Tíbet a través de una declaración especial que se corroboró al firmarse un Tratado entre los representantes del Imperio Británico en India y el gobierno tibetano.
Pese a estos antecedentes, el de 7 de octubre de 1950, 80,000 soldados de las hordas del Ejercito Rojo de Mao Zedong cruzan por primera vez la frontera y tras vencer rápidamente a un pequeño y mal armado ejército tibetano, ocupan medio país, lo que obligó a firmar al gobierno tibetano, bajo coacción, en 1951 el llamado “Acuerdo de 17 puntos para la liberación pacífica del Tíbet”. Para el gobierno chino se trataba de la liberación de un pueblo que vivía anclado en la Edad Media y oprimido bajo el yugo tirano del gobierno teocrático feudal de los lamas. La resistencia de la población no se hizo esperar, sobretodo en la belicosa parte oriental del Tíbet y a su vez lo hacía la represión china. Ésta llegó a su punto culminante en 1959 cuando es brutalmente sofocada por los chinos una rebelión en Lhasa ante los rumores de un posible asesinato del Dalai Lama por parte del ejército rojo. Esta sangrienta represión causó la muerte de más de 85.000 personas y forzó la huida del Dalai Lama a India. Durante los primeros años de la invasión, el gobierno chino, que había firmado un acuerdo con un representante del gobierno de Lhasa, se comprometió a respetar las tradiciones y religión tibetanas. Sin embargo, nunca cumplió ninguno de los puntos de este acuerdo y, sobre todo, durante la negra etapa de la Revolución Cultural (1966-1976), la represión fue brutal. Se prohibió el uso de las vestimentas tradicional y la posesión de objetos religiosos. Fueron reducidos a cenizas más de 6.000 monasterios perdiéndose la casi totalidad del patrimonio cultural tibetano e incluso obligaron a monjes y monjas a abandonar los hábitos recibiendo si se resistían, vejaciones. Incluso, se vieron obligados, bajo amenaza de muerte, a romper sus votos de castidad en público.
En apenas 20 años fueron asesinados más de 1.500.000 tibetanos, una quinta parte del total de la población, dando lugar a uno de los mayores genocidios que han tenido lugar nunca. Desgraciadamente, todos los gobiernos del mundo hicieron caso omiso a las peticiones de ayuda del Dalai Lama. Desde entonces, las represiones, encarcelamientos y torturas de monjes, monjas y partidarios de la independencia han sido una práctica habitual. Ante semejantes atrocidades, occidente, como suele ocurrir en estos casos, ha dado la callada por respuesta. No olvidemos que para las empresas occidentales China es un mercado potencial de más de 1.200 millones de clientes.
En los últimos años, y pese a que el Gobierno Chino firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1990, aún continúan existiendo miles de presos políticos, entre ellos la reencarnación del Panchen Lama, segunda autoridad espiritual del Tíbet. Las muertes y represalias se suceden casi a diario. Afortunadamente, en los últimos años la religión y las tradiciones han sido permitidas con restricciones, incluso varios de los monasterios están siendo reconstruidos y los monjes han vuelto a meditar entre sus muros. Sin embargo, la figura del Dalai Lama, venerada por todos los tibetanos, sigue estando proscrita y perseguida con fuertes castigos la posesión de sus fotografías.Después de invadir el Tíbet, China dividió y renombró el país en 5 regiones administrativas. Gran parte de Amdo se le cambió el nombre y se pasó a llamar Qinghai o Quingai. Otras partes de Kham y Amdo se añadieron a las provincias chinas de Gansu, Sichuan y Yunnan. U-Tsang y algunas partes del oeste de Kham se pasó a llamar Región Autónoma del Tíbet (TAR) o lo que hoy conocemos como Tíbet. Con esta nueva división administrativa, Al menos la mitad del área étnica del Tibet es anexada a provincias chinas colindantes.

El Dalai Lama y el incierto futuro del Tibet

Pese a la ley marcial decretada en toda Lhasa por los sangrientos enfrentamientos de los últimos días entre la policía y manifestantes por la independencia, la noticia de la concesión a Su Santidad el Dalai Lama del Premio Nóbel de la Paz corrió como la pólvora por toda la ciudad y por todo Tíbet. Las emisiones en tibetano de Radio India lo habían anunciado. Era la primera buena noticia que recibían en mucho tiempo. Por fin parecía que occidente, después de años de olvido, se acordaba de ellos. La esperanza volvió a los corazones de los habitantes del “Techo del Mundo”. Hasta ese momento, a comienzos de octubre de 1989, poca gente en el mundo conocía la trágica realidad del pueblo tibetano. Se cumplían tres décadas desde que Tenzin Gyatso, el XIV Dalai Lama, se veía obligado a abandonar su Tíbet natal camino de un largo exilio que le llevaría hasta Dharamsala en el noroeste de la India.
La historia del Tíbet, más que la historia de un país es la historia de una religión. Desde hace siglos el Tíbet ha excitado la imaginación de aquellos que ansiaban descubrir sus caudalosos ríos, sus atrayentes glaciares, sus majestuosos y escarpados valles y sus inalcanzables cumbres. Tal vez todas esas ansias se deban en gran medida al halo de inaccesibilidad que, incluso hasta hoy en día, rodea el mito del Tíbet. Nación hermética como pocas, siempre desconfió de las negativas influencias que el extranjero pudiera traerles y sus autoridades temían que se socavara su peculiar sistema teocrático. Los monasterios eran el pilar que sostenía toda la vida en el Tíbet. La vida de los tibetanos se desarrollaba en un país atrasado en el que el poder lo detentaba un gobierno formado por lamas y representantes de la nobleza y que presidía el XIV Dalai Lama, primera autoridad política y religiosa del país. El Dalai Lama, recién llegado a su mayoría de edad, después de años de regencia, intentaba cambiar al país llevándolo hacia la modernidad. Aunque los campesinos no eran dueños de sus tierras, que solían pertenecer a los monasterios o a la aristocracia, disponían de ellas pagando unos impuestos justos e incluso sus hijos podían heredarlas. En la práctica las tierras eran suyas. Gracias a cultivos adaptados a las duras condiciones de estas altas regiones el pueblo tibetano no conocía el hambre, todo lo contrario que ocurría en su vecina China, donde las hambrunas estaban a la orden del día. El tibetano vivía por y para la religión. Los lamas eran respetadísimos y pese a lo que la propaganda china ha intentado hacernos creer, el pueblo, según cuentan todos los viajeros que por allí pasaron, vivía feliz y la oposición hacia el poder que detentaban los monjes era inexistente. De hecho toda Lhasa, la capital tibetana, se levantó contra los chinos cuando estos intentaron acabar con la vida del Dalai Lama en 1959.
Aunque los rumores sobre negociaciones entre las autoridades chinas y representantes del gobierno tibetano en el exilio están a la orden del día, lo cierto es que el panorama no ha sufrido avances significativos en los últimos años y, de no cambiar mucho las cosas, Su Santidad posiblemente acabe sus días lejos de su país. Ante la más que probable posibilidad de que a su muerte el gobierno de Pekín presente a su sucesor y lo eduque en las tradiciones y cultura china y en su amor a la Madre Patria china (tal y como ha sucediendo con la reencarnación del Panchen Lama) el Dalai Lama ha anunciado en numerosas ocasiones que mientras la libertad y los derechos humanos no lleguen al Tíbet, él no se reencarnará en ningún niño que viva bajo soberanía china. Puede suceder que Tenzin Gyatso sea el último Dalai Lama nacido en suelo tibetano que la historia conozca.
Ante el mundo entero, la propaganda china se ha encargado de lanzar a los cuatro vientos que ellos han traído la modernidad al techo del mundo y ponen como ejemplo el nuevo tren que une Lhasa con varias ciudades chinas. Si ellos entienden la modernidad como la destrucción de todos los antiguos barrios de Lhasa y de otras ciudades y construyendo en su lugar horrendos y mastodónticos edificios de cemento y cristal, entonces sí que lo están consiguiendo. Los chinos se encargan de ir borrando todo lo tibetano para convertir la capital en un espejo de la nueva China. Menos mal que sabiendo el creciente interés de los turistas por lo tibetano, las autoridades no derriban la parte vieja de Lhasa, sobretodo la zona del Barkhor, donde todavía quedan casas antiguas y es posible respirar un ambiente como el de antaño.
Sin embargo, un pequeño recorrido por algunos pueblos y aldeas de las miles que hay desperdigadas por la alta y árida meseta tibetana nos mostrará una realidad bien distinta. Las carreteras son simples caminos embarrados donde recorrer poco más de 500 kilómetros puede convertirse en una odisea de varios días. Sin embargo, donde el abandono del gobierno chino se hace más visible, y donde las consecuencias son más graves, es en la escasa asistencia de todo tipo, en especial sanitaria, que reciben. Las condiciones en las que viven muchos tibetanos, especialmente sufridas por los niños, son verdaderamente trágicas. Las aldeas donde viven todo el año se hallan por encima de los 4.500, o incluso 5.000 metros de altitud, donde incluso en los cortos meses de verano, la temperatura es baja y las nevadas, granizadas y heladas son habituales. Sin embargo, muchos niños ateridos de frío van vestidos únicamente con harapos y sin ningún tipo de calzado. ¿Qué será de ellos durante los largos y rigurosos meses invernales? Además, la desnutrición es patente en muchos de ellos.
Las grandes riquezas que un Tíbet independiente podría aprovechar para su propio desarrollo están siendo esquilmadas por los chinos. A la grave deforestación, consecuencia de la tala masiva de árboles de los otrora extensos bosques tibetanos, hay que añadir que en las últimas décadas la industria energética china está utilizando la poco habitada planicie tibetana como un gigantesco cementerio nuclear con unas consecuencias nefastas para la población local, donde los casos de cáncer y malformaciones están empezando a ser preocupantes. Para colmo, en los últimos años el gobierno chino se ha ofrecido a occidente para enterrar aquí la basura nuclear que los ricos producimos y no queremos tener cerca.
La visión que tenemos de la “La Morada de los Dioses” suele estar unida a los preciosos, majestuosos y salvajes paisajes que continuamente nos llegan a través de películas o documentales, sin embargo los tibetanos son mucho más que eso, son un pueblo influenciado en todos y cada uno de los aspectos de su vida por el budismo, un pueblo dedicado a la paz y a la meditación, un pueblo acostumbrado a los rigores de un entorno agresivo y a un clima rigurosísimo, pero felices de vivir en ese mítico Shangri-La, que aunque no sea la fuerte de la eterna juventud si es, o mejor dicho, era la reserva espiritual del mundo. Actualmente en Tíbet unos 6.000.000 de tibetanos conviven con más de 8 millones de chinos. De seguir así, los tibetanos están abocados a ser una pequeña minoría en su propio país. Incluso se podría dar el caso de que en unas utópicas elecciones en un Tíbet libre un representante de la etnia han, mayoritaria en toda China, fuera elegido democráticamente presidente del país. La única manera de evitar esta sinrazón sería realizar un censo. Desgraciadamente, ya tenemos la poco esperanzadora experiencia del pueblo saharaui, en situación similar al tibetano. Hoy en día el traslado semiforzoso de millares de campesinos y obreros chinos hacia la Región Autónoma del Tíbet, y hacia otras regiones de minorías étnicas como Yunnan, continúa. Incluso el gobierno de Pekín cuenta con el apoyo económico del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de otras instituciones que debian dar ejemplo como el Comité Olímpico Internacional.
No cabe duda que en los últimos 50 años el Tíbet se ha modernizado, aunque no al ritmo que lo ha hecho el resto de China. Para su desgracia, el precio que han debido pagar los tibetanos ha sido excesivamente alto. El fututo del Tíbet es del todo incierto. Parece seguro que todo el hechizo y ese halo de misticismo que rodeaba a este maravilloso país está desapareciendo poco a poco, y en unos años pasear por Lhasa será como hacerlo por cualquier insípida ciudad china moderna.

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